Foto: Juan García González
Me presento, me llamo Ira Gneis. Estoy acostumbrado a repetir mi nombre porque causa confusión. Ira Gneis, con g muda. Aunque con este apellido no lo pasé bien en el colegio, mi autoestima se vio levemente restaurada en la adolescencia cuando aprendí en clase de geología que el gneis es una piedra muy útil, resistente y funcional.
Por otro lado mi madre, que es de Carabanchel pero de origen hebreo, quiso obsequiarme con un pedazo de nuestra historia familiar, el nombre de mi bisabuelo, un hombre que murió atropellado por un carrito de helados. Ira, que en castellano significa furia y en hebreo atento. Estos dos atributos antagónicos, la irritabilidad y la perspicacia, han contribuido a formar mi carácter. Soy un tipo meticuloso y maniático, no me tomo en serio los rituales sociales, pero soy observador, y no ignoro que se me considera hosco y ligeramente antipático. Sin embargo mi dureza es relativa, pues he notado que mi presencia en ciertas situaciones afecta de manera inesperada e insólita.
En una ocasión, por ejemplo, fui testigo e instigador de un romance sorprendente. El portero de mi antigua finca era torpe, delgaducho y poco agraciado. Una mañana, mientras me entregaba correo atrasado junto a la escalera, una vecina sin antecedentes conocidos de índole carnal (señora viuda de perfil respingón y peinado gris, con joyas de oro, excesivo perfume y un caniche bajo el brazo) al cruzarse con nosotros perdió la compostura de manera ostensible ante la insulsa voz de Regino. Se detuvo embelesada y las gafitas se le empezaron a resbalar a causa de un irrefrenable sofoco, se le desabrochó involuntariamente un botón de la blusa y, una vez hube abandonado la escena con cierto pavor, sucumbió a los encantos del apocado bedel a juzgar por los gemidos de loca que pocos minutos después emanaron del ascensor, audibles desde cualquier punto del edificio y tan solo desafiados por los ridículos ladridos del caniche Perlita, que sentía herido su orgullo canino -más aún si cabe con ese nombre- sin duda porque le habían dejado en el pasillo.
Mi psicoanalista dice que tengo un trauma de la infancia y que tengo que superar barreras mentales, que no es bueno que me atribuya la autoría de la conducta alterada de terceros. Pero mi psicoanalista, el doctor Olivares, tiene sesenta y tres años y desde que acudo a su gabinete ha reducido su jornada a la mitad para dedicar las mañanas a la escalada, descenso de cañones y piragüismo. A veces le tengo que esperar en la consulta mientras él llega tarde, aún con ropa deportiva, con unos auriculares de última generación escuchando a los Strokes a todo volumen y dedicándole versos picantes a su secretaria, que se pone roja y asegura que este comportamiento es totalmente nuevo en el doctor.
Pero no quiero extenderme en este superpoder a la Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de la novela de Süskind que provoca hechos inverosímiles con sus perfumes, habilidad que salpimenta mis días con anécdotas tan peculiares como irrelevantes. Más bien quiero contar cómo esta vez me la han jugado a mí.
El viernes antes de ir al despacho decidí desayunar fuera de casa. No lo he dicho, pero trabajo en una conocida multinacional heladera. Tras el accidente, mi bisabuela recibió una generosa indemnización y curiosamente lo que le quitó la vida a mi bisabuelo tocayo nos ha acabado dando la vida a sus descendientes en forma de negocio familiar. Como iba diciendo, quería desayunar fuera, así que entré en un bar cercano y pedí un croissant y un café solo. El local estaba tranquilo, había dos o tres personas, las paredes estaban grasientas, olía a fregona sucia y el camarero representó su papel de camarero, justo lo que yo esperaba en esa mañana anodina. Mi papel también lo seguí, no hay como actuar según las expectativas de un entorno aburrido conocido, no estaba yo para florituras.
Así que allí me encontraba sorbiendo café con un trozo de croissant en la boca, leyendo de soslayo los titulares más destacados en un periódico usado. Ni siquiera me di cuenta de que alguien se había sentado en mi mesa hasta que abrió la boca.
-Ya no quedan osos en Siberia.
Era una mujer de pelo negro y liso, con gafas de sol y una gabardina. Tenía cierta clase y a la vez un aire despistado, la piel muy clara, los labios demasiado pintados y una sonrisa nerviosa. Pensé que se parecía a Shelley Duvall.
-¿Cómo dice?
-Ya no quedan osos en Siberia.
Creí que se refería a alguna noticia conocida por todos que a mí se me había escapado. Para no parecer desinformado le dije con cierta indiferencia:
-Desde luego que no, no como los de antes.
Me escrutó, imaginé que alzaba los párpados inferiores bajo los cristales oscuros y tras una estupenda pausa dijo con aprobación:
-Es usted más hábil de lo que creía, casi ni le reconozco… La agencia los suele enviar menos preparados y se les nota a la legua.
Me quedé un instante pensando si realmente se habría extinguido el mentado mamífero siberiano, pero algo me dijo que debía dejar esas cavilaciones de lado y estar alerta ante este inesperado encuentro. Decidí seguirle la corriente a Shelley.
-Me llamo Trabazón, Jaime Trabazón- improvisé.
-No he venido para hacer amigos, sígame.
La portezuela del baño estaba entreabierta, Shelley se acercó a ella, miró alrededor con precaución, comprobó que nadie la observaba y, sin entrar, tras hacer un gesto de complicidad con el camarero, cerró la puerta un instante, giró con destreza cual manivela un perchero que había en la pared, volvió a abrir y me tiró de la solapa para que la siguiera.
El baño, antes un cubículo apestoso de un metro cuadrado, se presentaba ahora como la sala de espera de un dentista del futuro, con amplias, impecables y luminosas paredes, un mostrador que diríase de alabastro, y tras él una señorita uniformada con una sonrisa que parecía que le había tocado un premio.
-Aquí tienen sus credenciales, señores. Por favor, accedan al transbordador, les están esperando.
Una puerta automática se abrió con sonido de suspiro y nos subimos a un cochecito como de montaña rusa, pero mejor.
-No hagas preguntas, el comité te dirá todo lo que necesitas saber.
Había empezado a tutearme, a estas alturas me daba apuro sacar a esta mujer de su error. Obviamente me había confundido con otro, pero no estaba yo del todo incómodo porque había conseguido llevarme en la mano lo que me quedaba de croissant.
-No he pagado el café…
-Tranquilo, la agencia cubre los gastos. ¿No te dan ticket restaurant? Ya hemos llegado, por aquí.
Subimos por una escalera de caracol a lo que parecía una plataforma para aterrizar helicópteros, nos acercamos a una enorme mesa en forma de media luna en la que señores encorbatados ensayaban poses solemnes. Con nuestra llegada se hizo el silencio y uno de ellos, azorado, se puso el bigote que tenía apartado seguramente para descansar de tanta seriedad. Me pareció ver por debajo de la mesa que uno llevaba puesto un tutú rosa, y justo cuando me disponía a constatar este hecho, el que se hallaba en el centro, un tipo calvo al que el pelo se le había caído a la barba, tomó la palabra.
-Bienvenido, agente. No nos andaremos por las ramas, el asunto que nos ocupa es de suma importancia. Como sabe, le ha sido encomendada esta peligrosa misión por su experiencia en el terreno. Confiamos en su capacidad para llevar a buen término los objetivos de esta operación, por favor, no nos defraude. La inversión de los polos magnéticos terrestres está programada a las veinte horas del día cero, su cometido será accionar a tiempo el acumulador de eones asumiendo el menor número de bajas posible. La configuración del dispositivo ha sido meticulosamente estudiada por nuestros ingenieros para que se salven los inversores y los ejecutores primero, y a continuación, en progresión geométrica exponencialmente inversa, los técnicos, los animadores, los aglomerantes, y por último los pringados. Encontrará el equipo necesario con instrucciones precisas en la oficina central, recibirá apoyo permanente vía satélite y al término de la operación podrá consultar su saldo en cualquier cajero automático con su tarjeta club. Si completa con éxito la misión dispondrá además de cinco créditos extra para su plan de exilios planetarios. Ahora, por favor, salga sigilosamente, el agente Ramírez ya está sirviendo cañas y no puede atender las salidas y entradas. ¿Tiene alguna pregunta?
-He sido informado de que el café lo paga la agencia…
-Así es, sin embargo me temo que la bollería no está incluida. Tiene la cuenta esperando en su mesa. Una cosa más, apague la luz al salir, estamos recortando gastos.
Pensé en pedir el libro de reclamaciones por avasallar a un cliente, estos tipos parecían vivir a lo grande y si jugaba bien mis cartas podría conseguir un pase doble para el zoo o el aquarium.
-Aquí ha habido un error, me estoy empezando a irritar. Mi nombre es Ira Gneis…
-¿Cómo?
-Ira Gneis, mi madre…
-Por supuesto, agente, conocemos su otra identidad, es parte del guión. Si es tan amable, tenemos una reunión urgente, estamos especulando sobre unos terrenos en el sistema solar vecino, si nos disculpa.
Shelley Duvall me tomó del brazo, me acompañó de vuelta al cochecito y de ahí al vestíbulo futurista.
-Me despido aquí, dame tu credencial, ya giro yo la manivela desde dentro.
Me pasó el dedo por la mejilla para quitarme un churrete de café y se giró para hablar de marcas de pintauñas con la señorita sonriente. Salí del baño y cerré la puerta detrás de mí, me acerqué a la mesa y efectivamente ahí estaba el platito con la cuenta. Pagué, salí a la calle sin despedirme del agente Ramírez y cogí un taxi a la oficina, a la que llegaba tarde.
Hoy he ido a ver al doctor Olivares. Después de dejar apoyada en un lado de la salita una tabla de snowboard ha escuchado mi relato y dice que estoy haciendo progresos, que es mucho más saludable proyectar la sinergia intrapersonal sobre uno mismo que sobre otros.
-Por cierto, doctor, ¿y su antigua secretaria?
-Salió corriendo después de darle cita a usted la semana pasada y me ha llegado la noticia de que se ha hecho equilibrista de circo.
Pensé en pedir el libro de reclamaciones por avasallar a un cliente, estos tipos parecían vivir a lo grande y si jugaba bien mis cartas podría conseguir un pase doble para el zoo o el aquarium.
-Aquí ha habido un error, me estoy empezando a irritar. Mi nombre es Ira Gneis…
-¿Cómo?
-Ira Gneis, mi madre…
-Por supuesto, agente, conocemos su otra identidad, es parte del guión. Si es tan amable, tenemos una reunión urgente, estamos especulando sobre unos terrenos en el sistema solar vecino, si nos disculpa.
Shelley Duvall me tomó del brazo, me acompañó de vuelta al cochecito y de ahí al vestíbulo futurista.
-Me despido aquí, dame tu credencial, ya giro yo la manivela desde dentro.
Me pasó el dedo por la mejilla para quitarme un churrete de café y se giró para hablar de marcas de pintauñas con la señorita sonriente. Salí del baño y cerré la puerta detrás de mí, me acerqué a la mesa y efectivamente ahí estaba el platito con la cuenta. Pagué, salí a la calle sin despedirme del agente Ramírez y cogí un taxi a la oficina, a la que llegaba tarde.
Hoy he ido a ver al doctor Olivares. Después de dejar apoyada en un lado de la salita una tabla de snowboard ha escuchado mi relato y dice que estoy haciendo progresos, que es mucho más saludable proyectar la sinergia intrapersonal sobre uno mismo que sobre otros.
-Por cierto, doctor, ¿y su antigua secretaria?
-Salió corriendo después de darle cita a usted la semana pasada y me ha llegado la noticia de que se ha hecho equilibrista de circo.