Foto: Maxi Conesa
Un hombre está sentado en mitad del desierto. Hay montañas de escombros, entramados de raíces arrancadas forman madejas a medio tejer. Alrededor nada, sólo desierto, nada. Él está sobre una piedra ancha, con los pies descalzos hurga en la arena caliente. Sus brazos acaban en manos apoyadas y muñecas doloridas, mira hacia abajo con sus ojos, mira hacia adentro con sus entrañas. El sol le quema la espalda, no sabe desde cuándo está en este lugar.
Este hombre hace preguntas. Su amigo, su sangre, su hermano… este hombre hace preguntas pero el fuego del aire las deshace. Su ropa está hecha jirones, cree haber llegado en un naufragio. Sí, nota la sal en los labios y el pelo áspero, metal en las encías. En sus oídos aprieta una voz, un grito de otro hombre que le ahoga, es tan fuerte que se parece al silencio, pero pesa como una vida. Aprieta los dientes y los párpados, exhala aliento de tierra, y le abrasa por dentro. La voz le da tregua y se aleja con una brisa tenue.
Este hombre ha abrazado el amor, y el amor ha llorado en sus brazos. Pero no es este el lamento que lo acompaña. Él ha matado, ha matado con sus manos a su amigo, su sangre, su hermano. Lo ha matado con sus manos, con sus palabras y con su corazón. Ahora el llanto que ansía son alfileres oxidados, una terrible maldición apoya la mano sobre su hombro, y no comprende si esto es dulce o amargo. Quiere aprender a romperse, es una figura de barro que se pensaba hombre y acaba de descubrir con perplejidad su naturaleza. Nunca la fuerza y la fragilidad se habían mirado tan de cerca, un hilo mantiene unidos el cielo y la tierra.
En el desierto la luz no sabe a quién querer, no entiende a los hombres, no entiende la vida, no entiende la muerte. El hombre sentado tampoco sabe, pero su dolor arde como la esfera que escupe su sombra. Contiene la respiración, ésta podría ser la eternidad, el sudor muerde la piedra y no hay reflejo en sus ojos llenos de polvo. Ya no hay tiempo, se congelan las horas y la llanura que lo rodea es un precipicio infinito. Su cuerpo se esparce y se funde con las raíces, que no le tienen rencor.