Foto: Kris el Vikingo
Cuéntame un cuento.
Está bien, ¿cuál?
El de la ardilla.
De acuerdo, siéntate.
Érase una vez una ardilla
que gustaba de ver a sus amigos.
Ellos eran el pájaro,
el caballo
y la salamandra.
El pájaro era un tipo ocupado,
cuando no estaba traduciendo textos a tres idiomas
volaba de un lado a otro trajeado
con su maletín lleno de papeles.
El caballo podía haberse dedicado a las carreras,
pero era payaso por amor al arte.
La salamandra disfrutaba panza arriba
del sol y la luna por igual
y soñaba que montaba en moto por el desierto del Gobi.
La ardilla,
que escribía versos en prosa
y sólo se cansaba de la desidia,
reunió a todos un día y les explicó:
He visto un prado
donde las flores crecen hasta ser árbol.
En él hay un lago
donde el agua suena como el mar.
Los peces
te saludan entre la hierba,
y el cielo está cosido a la tierra
con cristales de sal.
¡Vamos!
Podemos bajar rodando
y llegar antes de que anochezca.
El pájaro se disculpó, tenía una reunión.
El caballo se rió, pensaba que era una broma.
La salamandra no había escuchado, se había despertado con la risa del caballo.
La ardilla,
que escribía versos en prosa
y sólo se cansaba de la desidia,
recordó algo sobre estos señores.
—Ellos eran el pájaro,
el caballo
y la salamandra—.
Recordó que eran amigos no porque sí,
si no porque había crecido con ellos
hasta ser más que árbol.
Con ellos había escuchado la lluvia,
que suena como el mar.
Conocido lo desconocido,
agarrado las estrellas,
cristales de sal y luz azul.
Eso recordó.
En este otro prado
donde el tiempo moría al nacer,
rodando una y otra vez
cada anochecer.
Cuéntame otro cuento.
Está bien, ¿cuál?